Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá, y todo el que pierda su vida por causa de mi la hallará. Mateo 16:25

Déjame contarte algo que me cambió la vida, y donde el Libro de Mormón tiene muchísimo que ver.

No sé si alguna vez te ha pasado, pero hay decisiones tan pequeñas, que parecen casi insignificantes… y de repente, ¡zas!, tu vida da un giro inesperado.

Bueno, eso me pasó a mí con el Libro de Mormón.

Mira, yo crecí en la Iglesia. Desde que era un bebé, mi mamá me llevaba. Fui a Primaria, Mujeres Jóvenes, seminario, instituto, actividades, todo. Había escuchado mil veces lo especial que era el Libro de Mormón y, por supuesto, lo había leído en clases o lo había estudiado por capítulos en seminario… pero NUNCA lo había leído de inicio a fin, con constancia y verdadera intención (y sí, había sido miembro de la Iglesia toda mi vida… bueno, oficialmente desde los 9 años, cuando me bauticé).

Un día, estando en el negocio de mamá (porque yo le ayudaba mientras ella apoyaba a mi hermana con los preparativos para la misión), sentí fuertísimo en el corazón una impresión: “¿Por qué no lees un libro?”. Esa noche llegué a casa y ahí estaba, frente a los estantes, cuando mis ojos se toparon con el Libro de Mormón. En ese momento lo supe: tenía que leerlo.

Lo llevé conmigo y empecé a leer cada vez que podía. De verdad, no pude parar de leer porque ¡no sabes lo que sentía mientras lo hacía!

Cada versículo era como si Dios me hablara directamente. Nunca en mi vida había sentido el Espíritu Santo tan fuerte, tan claro. Lloraba, me conmovía, me llenaba de paz y de gratitud. De repente, no era solo “el Libro de Mormón”, era más que eso: palabras escritas que, si las lees con el corazón humilde, te abren los cielos.

En dos semanas lo terminé (mi primera vez leyendo el Libro de Mormón después de 22 años en la Iglesia), y lo que pasó en mi corazón fue algo que no puedo olvidar. Pensé: “No puedo guardarme esto… tengo que ir con más personas y decirles todo lo que Jesucristo y Dios hacen por nosotros. Tengo que servir una misión”.

Paréntesis: en ese momento ya estaba a la mitad de mi carrera universitaria, y servir una misión era algo que ni siquiera estaba considerando.

Entonces entró un poco de preocupación, incluso miedo. ¿Qué diría mi papá? (porque para él estudiar es de las cosas más importantes que uno puede hacer). ¿Qué iba a decir cuando le contara que quería ir a una misión? ¿Me dejaría ir? ¿Qué pasaría con mis estudios?

Pero cuando hablé con él, me sorprendió. Me dijo:

—“Si tú quieres hacerlo, lo respeto y confío en ti y en tus decisiones.” Eso me dio una paz enorme.

Después fui con el director de mi carrera. Él sí fue directo conmigo:

—“Evelyn, si te vas ahora, cuando regreses lo más probable es que pierdas lo que ya has estudiado.”

Pero al salir, mientras bajaba las escaleras, solo me dije a mí misma: Evelyn, Dios va a ayudarte cuando regreses.

Así que dejé todo y me fui a servir.

Dos años después, regresé llena de fe y gratitud… pero también con la realidad de frente: mi universidad ya no me aceptaba. O bueno, sí lo hacía, pero tendría que empezar desde cero, por reglas de los tecnológicos (que no vale la pena explicar aquí).

¿Y ahora? ¿Perdería todo lo que ya había estudiado? ¿Qué harías tú en mi lugar? Yo misma recordaba las palabras firmes que había dicho al salir de esa oficina antes de la misión: “Sé que cuando regrese, Dios me va a ayudar”. Pero en ese momento… no sabía qué pasaría.

Busqué por todos lados, visité varias universidades en Puebla, y la verdad, se sentía complicado. No tenía un trabajo estable para apoyar mis gastos. Pero nunca me enojé con Dios, solo oraba mucho para pedir Su ayuda y guía.

Y entonces pasó lo inesperado.

Encontré la Universidad Iberoamericana Puebla, una escuela privada y reconocida, a la que jamás había pensado entrar. Era cara, sí, y el proceso de apoyos económicos fue largo, pero Dios abrió puertas que siempre estuvieron ahí, aunque yo no las reconocí hasta ese momento y que fueron clave para permitir mi acceso a esa universidad.

Días antes de entrar, soñé que caminaba por sus pasillos como estudiante. Y poco después, ahí estaba, viviendo exactamente ese sueño. No solo pude continuar, sino que aceptaron casi todas mis materias. Dios planeó todo desde antes, te lo digo con toda seguridad. Todo lo que logré no fue por mí… fue por Él.

El Señor, en lugar de dejarme con menos, me dio más de lo que jamás había pedido.

El Libro de Mormón no solo me enseñó sobre Cristo y mi Padre. Me enseñó a confiar en Ellos, me dio la certeza de que aunque el camino se vea difícil, si lo sigues, Él cumple Sus promesas. Yo lo viví. Perdí algo por un tiempo, sí, pero encontré algo mucho mayor: un testimonio real de mi Salvador y la certeza de que Dios guía cada paso de mi vida.

Así que, si alguna vez dudas, si piensas que leer ese libro no va a cambiar nada… te lo digo con el corazón en la mano: cambiará mucho.

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